PÁGINAS AL VIENTO - Cuentos | PANEL CENTRAL |
Esperando tren en la estación de Mostazal
Vicente Herrera Márquez
Un bolso de viaje y mi valija pequeña me acompañan en el andén del
destino, mejor dicho en el
andén de hormigón de la vieja estación
de Mostazal, construida con adobes de siglos pasados,
reconstruida, cada vez, después de varios sismos y hoy
mostrando sus muros heridos y pilares abatidos por el último
terremoto del 27 de febrerodel 2010, no así el andén que fue
construido con hormigón armado después del terremoto anterior en el año
1985. Se notan sus años y se siente
la historia que escapa por las grietas que dejó el
cataclismo reciente y por las heridas de los maderos gastados y
resquebrajados, que se asoman por la vestidura rota de
pinturas periódicas que muestran e indican ciclos de vida.
Estación anidada en un valle vegetal, que conoce de la
historia de familias hacendadas y pudientes y familias que
dieron y dan la sangre por la tierra, en un lugar donde se
unen cordilleras, donde se oye el rumor de ríos que bajan
presurosos de Los Andes buscando la bravura del Pacífico,
donde bandadas de peucos circundan la cima del Challay.
Estación de las pocas que conserva esqueleto y vestidura de
otros siglos y recuerda con nostalgia la sirena de las
locomotoras a vapor y los trenes con coches de fierro y madera.
Es un valle verde con un pueblo rural que hace cabecera de caseríos y villas dispersas: La Punta, Los Marcos, Angostura, Pilay y otras, matizado de frutales y vides que hoy cubren las que fueron grandes extensiones dedicadas al cultivo de la mostaza, de ahí su nombre, según lo he leído en su historia.
San Francisco de Mostazal es un pueblo donde el tiempo corre más lento y el viento no tiene premura, donde hay tiempo para almorzar, también para conversar y tan solo a sesenta kilómetros de la gran ciudad, a cuarenta y cinco minutos de Santiago, a un tranco de la vorágine capitalina y hoy con una atracción nueva, algo que atrae al citadino, algo que incita el ansia de ganar y el deseo de tener: Un moderno y gran casino donde se juega el destino en la ruleta del bolsillo.
Me gusta el pueblo, en el poco tiempo que llevo en él desde que el destino me trajo hasta aquí, me he acostumbrado a sus costumbres; me he mimetizado en sus matices; me he apachorrado con su pachorra; he pretendido entrar en su historia y me he enredado en historias con algunos pares de ojos… y no me explico por qué me encuentro en la estación queriendo intentar otro camino.
Me queda poco tiempo, veinte minutos, para decidir qué rumbo
tomar, el norte o el sur, pues la vía tiene solo esas dos
direcciones, y se mueve cada media hora en cada una de ellas. Se
aleja o se acerca dependiendo del destino u origen de cada
pasajero. Chile es así, un país angosto y largo que sólo tiene norte y sur. Tengo
minutos para jugarme el rumbo en la ruleta de la vida.
Miro el reloj, me quedan diecinueve minutos, estoy
decidiendo si vuelvo o si voy. Si voy es el norte, si vuelvo
es el sur.
Hacia el austro es la cuna, el regazo ya ido, una reprimenda
señera, caricias de padres y del viento del sur, un libro de
ilusiones, esperanzas puestas en mí; travesuras de niño
inquieto, primeros sueños oníricos de joven imberbe y ansias
de caminos en los pies, con sed de paisajes en los ojos y
deseo de pequeñas pero hermosas vivencias…
El norte siempre es la incógnita, es la aventura, es la
travesía de Ulises, es la tentación. Es querer abarcar con
la mirada y las manos el paisaje que se presenta cual mesa
servida. Es el derrotero oscuro en el que solo vemos la luz
del final del sendero, derrotero que emprendemos sin saber
si esa luz estará cuando la meta alcancemos… desesperados
buscando grandezas.
Los minutos pasan y pasan raudos...
Faltan dieciséis minutos…
El camino para llegar hasta aquí en distancia no fue tan largo, pero si con muchas estaciones. En cuanto a vida fue un largo cauce a veces torrentoso, algunas apacibles, con remansos de placer, otros de dolor y muchos de tristeza, pero viví, quizás no a al máximo o a concho como decimos en Chile, pero siento que viví y quiero seguir viviendo y aunque muera igual pretendo seguir viviendo algunos años más.
Quince minutos…
Mientras decido el sentido cardinal del viaje, distraídamente me pongo a mirar la vieja y herida estación, observo sus ventanas y puertas de maderas nobles, los pilares de roble pintados que a duras penas sostienen el techo y el alero que cubría la añosa galería y hoy nos recuerdan la violencia sísmica. Se nota que todo es antiguo, por lo menos es más viejo que yo. Contrasta con todo ello la boletería que expende boletos con una máquina moderna en un recinto provisorio y el andén que resistió el terremoto, concebido con ideas, materiales y faroles actuales.
Catorce minutos…
¿Cómo llegué a este pueblo y a esta estación?
No lo s
recuerdo. Quizás el destino, el trabajo, una casualidad, las
circunstancias.
Esto último es lo más probable, pues siempre he creído que todo es
resultado de circunstancias y por ende yo también soy el producto final
de circunstancias que han ido modelando mi existencia. Son estas la que van tejiendo lo que llamamos destino y van
marcando el camino que vamos siguiendo.
¿Cuáles serán las circunstancias que me trajeron aquí?
Pienso que alguien debe saberlo.
Trece minutos…
Descubro en una pared cerca de la puerta principal, aún en pie, una placa de bronce, bronce oscuro y sucio de tiempo, con una leyenda que me dice que realmente la estación tiene muchos más años que yo. Allí dice que fue fundada en 1860 y hoy es 2010, soy del siglo pasado pero la estación es del siglo antepasado. Yo no tengo tantos años, pero ella aunque vieja y maltratada se ve más viva e inquieta que yo, pues ya se está reconstruyendo, aunque hace meses que ocurrió el cataclismo
Doce minutos…
¿Qué rumbo tomar? ¿Volver a un pasado perdido o buscar un incierto mañana? También creo que podría salir de allí, dejar la estación y quedarme en Mostazal o en algún villorrio cercano, pero eso sería estancarme en el hoy cotidiano, en el hoy sin ayer ni mañana y solo vegetar sin crear raíces ni lazos que arraiguen y amarren. Pero más creo que quiero seguir gozando mi libertad, por lo menos la libertad de poder elegir el camino y la libertad de no saber dónde ir.
Once minutos…
Sin darme cuenta he sacado del bolso de viaje donde llevo mi archivo de
vida, mis libros, mis pobrezas , mis riquezas, mi casa y un poco de pan para el camino, la cámara digital moderna para
sacar fotos en sepia a la vieja estación.
Se acerca el guardia y al ver mi interés por la placa de
bronce comienza a contarme la vida de la añosa estación, de su
historia, de su tiempo y de los pasajeros de antaño y de hoy, de lo
poco que se preocupan las autoridades para conservar aquella
reliquia y del poco interés de la empresa de ferrocarriles
por restaurar aquellos muros y techos que guardan
despedidas, encuentros, abrazo, adioses y también canículas
y lluvias de ayer.
Diez minutos…
¿Cuántos años han pasado de mi primer viaje en tren, allá
lejos en el sur, allá lejos en el tiempo?
Muchos han pasado, han pasado juegos y juguetes, han pasado estudios y
diplomas, han pasado partidos de fútbol y goles, han pasado ayunos y
buenos asados, han pasado contratos y despidos, han pasado estaciones
tristes y alegres, han pasado mujeres buenas, han pasado amores, han
pasado tantas vivencias que me olvido que han pasado. ¿Qué queda del
camino? ¿Queda algo? ¿Cuánto queda? ¿Quedaran sueños y metas por
cumplir?
Nueve minutos…
Llega gente a la estación, hombres, mujeres y niños que saben dónde van. Que tienen marcado el rumbo, pues van decididos y directos a la boletería a comprar su pasaje al norte o al sur y no se detienen a pensar que andén o que rumbo tomar. No sé si los envidio, pero pienso que no son libres, van directo a un punto cardinal y no se detienen, llego a creer que están condicionados y son partes o engranajes de una máquina ¿O serán parte del tren?
Ocho minutos…
Ocho minutos le queda a mi libertad de elegir, ocho minutos
que ocuparé en tomar la decisión correcta, planificar un
derrotero, comprar un paquete de galletas dulces y una
gaseosa sin azúcar,
Ya ocupé diez minutos para tomar fotografías a los años de
la estación, al guardia, a la caseta de maniobras, a la
señora de edad indefinible que vende los boletos, y... a esa
muchacha de pelo largo y oscuro, con lentes para sol, jeans
ajustados y una mochila al hombro, que esboza una sonrisa
regalada cuando se da cuenta que la estoy guardando en mi
cámara con todos sus pixeles.
Siete minutos…
Pienso que hubo tiempos de otras sonrisas y otras mochilas
en otras estaciones que detuvieron, acompañaron y
prolongaron mi viaje y más de alguna alteró su rumbo y por
consecuencia también el mío.
Es probable que una de esas sonrisas me haya traído hasta esta añosa
estación y a este pueblo.
Parece que la dueña de los jeans ajustados que ahora está en el objetivo de la cámara,
por la forma que observa ambas vías del ferrocarril y
escudriña su reloj es libre y tiene el mismo dilema que yo,
el norte o el sur
Seis minutos…
La estación es pequeña, pocos pasajeros en ambos sentidos y pocos pasajeros son los que bajan en ella, no es un pueblo grande, es un pueblo agrícola del centro de Chile. Esta el viejo edificio, la caseta de maniobras que semeja una pequeña torre de control, andenes remozados y el cruce de anden se hace atravesando las mismas vías y al mismo nivel en dos lugares habilitados para ello y donde hay que tener el cuidado de atravesar mirando ambos lados y de acuerdo a las instrucciones del guardia de andén.
Cinco minutos…
Mi equipaje: una pequeña maleta de esas con ruedecillas para jalarla más liviana, en la que llevo la ropa justa y necesaria para cualquier viaje y un bolso colgado en bandolera en el cual llevo la historia de mi vida encerrada en la memoria del Notebook, algún libro para leer, cartas para releer, fotografías de todo el periplo recorrido, además van muchos borradores con crónicas de viaje y poemas inspirados por vapores etílicos y las musas del camino.
Cuatro minutos…
La muchacha de la mochila me mira insistente, cómo si
preguntara cual es mi rumbo.
La miro y trato de adivinar si ella ira al norte o al sur.
Me pregunto si estarán pasando por su mente las mismas
decisiones e indecisiones que pululan en la mía. También me
pregunto si estará en una etapa de su viaje o será éste su
principio. Pienso que soy capaz de embarcarme en su rumbo.
Tres minutos…
Y estoy aquí, con mil vivencias a cuesta, queriendo partir,
sin saber dónde ir, mirando y admirando esa tentación del
camino, aún no he comprado mi boleto, decido que lo tomaré
arriba del tren para darle aún más tiempo al tiempo de
elegir.
Nos estamos mirando de forma directa como preguntando
mutuamente cual es el rumbo de cada cual. Ella corre y
cambia de andén
Dos minutos…
Vuelve la inquietud de minutos atrás ¿Y si me quedo? No lo había
considerado con detenimiento, realmente también es
alternativa, el pueblo no es feo, es tranquilo, sin el
bullicio de la ciudad, sin el apremio del reloj, menos
gastos, si hasta un funeral debe ser mas barato. Pienso que
aunque algunas personas estarían felices que me fuera,
aunque sé que también a muchas otras les gustaría que me
quedara viviendo, escribiendo y... en este pueblo.
La verdad que también, a esta altura del tiempo y de la
vida, es alternativa válida…
En este largo minuto que falta debo considerarlo…
Último minuto…
—¿Me voy o me quedo? —Ya se ven dos trenes, uno que viene y el otro que va.
—¿Me quedo? —Pienso que ya no es tiempo de aventura.
—¿Me voy? —Pienso que aún quedan aventuras por vivir.
—¿Al norte o al sur? ¡Qué dilema!
—¿Dónde está ella? ¡Allí está en el otro andén!
—¿Me cambio de andén?
—¿A la realidad vivida o al futuro incierto?
Ya se acercan los trenes
—¿Qué hago?
—¿Me quedo?
—¿Al norte o al sur?
Van frenando las locomotoras...
—¡Sí, me cambio de andén!
Aquí están los trenes.
—¿Me voy o me quedo?
—¡Me cambio de andennnnn.......!
Rechiiiiiiinan los frenos... y el grito de guardia...
—¡Cuidado señor, no cruce las víaaaaaaaaaaasss.............
Incluido en libro: Cuentos de vientosur
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